viernes, 2 de septiembre de 2011

-The end-

    Lo único que me he permitidoo en este sentido -y una sola vez, un par de semanas después de oír que Tommy había <<completado>>- fue ir en el coche a Norfolk sin ninguna necesidada de hacerlo. No iba a buscar nada en particular, y no llegué hasta la costa. Quizá tenía ganas de ver todas aquellas planicies vacías y los enormes cielos grises. En un momento dado me encontré en una carretera en la que nunca había estado, y durante aproximadamente media hora no supe dónde estaba, y no me importó lo más mínimo. Pasaba junto a campos y campos llanos, anodinnos, prácticamente sin cambio alguno en el paisaje salvo cuando algún puñado de pájaros, al oír el motor del coche, levantaba el vuelo desde los surcos. Al final divisé unos cuantos árboles, no lejos del arcén, y conduje hacia ellos, y me detuve, y bajé del coche.
    Me vi ante unas cuantas hectáreas de tierra cultivada. Había una valla que me impedía el paso, con dos filas de alambre de espino, y vi cómo esta valla y el grupo de tres o cuatro árboles cuyas copas se alzaban sobre mi cabeza eran las únicas barreras contra el viento en kilómetros y kilómetros. A lo largo de la valla, sobre todo en la hilera inferior de alambre de espino, se había enmarañado todo tipo de brozas y desechos. Eran como esos restos que pueden verse en las orillas del mar: el viento habría arrastrado parte de ellos a través de largas distancias, hasta que aquella valla y aquellos árboles los había detenido. En lo alto de las ramas, ondenado al viento, se veían trozos de plástico y bolsas viejas. Fue la única vez -allí de pie, mirando aquella extraña basura, sintiendo cómo el viento barría aquellos yermos campos- en que me permití imaginar una pequeña fantasía. Porque, después de todo, aquello era Norfolk, y hacía apenas dos semanas que había perdido a Tommy. Pensé en todos aquellos desperdicios, en los plásticos que se agitaban entre las ramas, en la interminable ristra de materias extrañas enganchadas entre los alambres de la valla, y entrecerré los ojos e imaginé que era el punto adonde todas las cosas que había ido perdiendo desde la infancia habían arribado con el viento, y ahora estaba ante él, y si esperaba el tiempo necesario una diminuta figura aparecería en el horizonte, al otro extremo de los campos, y se iría haciendo más y más grande hasta que podría ver que era Tommy, que me hacía una seña, que incluso me llamaba. La fantasía no pasó de ahí -no permití que fuera más lejos-, y aunque las lágrimas ma caían por las mejillas, no estaba sollozando abiertamente ni había perdido el dominio de mi misma. Aguardé un poco, y volví al coche, y me alejé en él hacia dondequiera que me estuviera dirigiendo.


                                             Nunca me abandones · Kazuo Ishiguro

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